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sábado, marzo 06, 2010

MATERNIDAD




Carmen no se acostumbra al cierzo. Pese a llevar treinta
años viviendo en Zaragoza, sigue maldiciendo la sensación
de cristales que erosionan la piel de su cara. Camina con la
mano derecha sujetándose el cuello del abrigo y la frente
vencida, inclinada, derrotada.
A Pilar no le gusta ocupar los asientos del autobús. Piensa
que siempre puede haber una persona que lo necesite
más que ella. Observa, desde su elevada posición, los
rostros del resto de los pasajeros. Carmen ha llegado a
la parada y se parapeta en el cristal de la marquesina. Se
da cuenta de que, junto a su cara, hay unas bragas que anuncia
una marca de lencería y decide dar un paso al frente, pese
a tener que volver a enfrentarse al dichoso aire. Al darse
cuenta de su reacción, esboza una leve sonrisa. Pero sus
ojos permanecen neutros. Hace doce años, tres meses y
siete días que sus ojos permanecen inexpresivos. Pilar
se aferra a la barra asegurándose la verticalidad ante la
proximidad de la siguiente parada. Precedidas por un
ruido semejante al de dos globos que se desinflan, se abren
las dos puertas. No se apea nadie, pero Pilar observa como
se sube una señora de aspecto descuidado. Inconscientemente,
decide escrutar a la nueva pasajera, transformando en un
túnel oscuro el resto del autobús. Siempre se ha preguntado
el motivo de su fijación por las caras. Algunas personas
observadas, al cruzar su mirada con la de Pilar, agachan la
cabeza, otras se marchan, otras se dan la vuelta y, las menos,
se dejan inspeccionar sin poner trabas. Los niños del colegio,
a los que da clase, ni se inmutan ante la peculiar manía de su
profesora, quizá porque están en esa edad en la que todos les
miramos con el ánimo vigilante y protector. A Jaime, la mirada
silenciosa de su madre mientras desayunaba le producía una
agradable sensación de bienestar. Quizá Pilar busque en los
miles de rostros que analiza la expresión de paz de su hijo.
Pese a los años que han transcurrido, aún recuerda la
luminosidad
de la cara de Jaime antes de la fulminante enfermedad.
En el semblante de Carmen hay algo que le repele y a la vez le
atrae. Es como asomarse a un abismo que le resulta conocido.
Carmen mueve la cabeza forzada por un tic nervioso con el que
carga, hace tiempo, en la pendiente en que se ha convertido
su vida. Parece que quisiese comprobar con el mentón que la
cadena sigue rodeándole el cuello. De la cadena cuelga la
fotografía de su hijo. Pero también cuelga su pánico a montar en
coche, su envejecimiento prematuro, su adición a los ansiolíticos
y sus inmensas ganas de apagarse.

@El grito en el cielo

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