Solemos decir que el bien supremo consiste en vivir conforme
a la naturaleza. Y la naturaleza nos creó para dos fines, la contemplación de
las cosas y la acción. Ahora probemos la que hemos nombrado en primer
lugar. ¿Qué se puede decir? ¿Es que no
quedaría probado, si cada cual se consultara a sí mismo, qué grande es su deseo
de conocer cosas ignoradas y cómo cualquier relato suscita su entusiasmo? Hay quien navega y soporta las penas de una dilatadísima ruta por la única compensación de conocer
algo oculto y remoto. Eso es lo que atrae al público a los espectáculos, eso es
lo que lleva a explorar aquello que está vedado, a investigar lo más secreto, a
leer los hechos antiguos y a enterarse de las costumbres de los pueblos
bárbaros.
La naturaleza nos dio un ánimo curioso y, consciente de su
arte y su belleza, nos hizo espectadores de la exhibición de tantas cosas;
porque estaría destinada a perder su fruto si bellezas tan grandes, tan
manifiestas, tan sutilmente elaboradas, tan nítidas y variadas, las mostrarse a
la soledad. Para que sepas que quiso ser contemplada y no sólo mirada, fíjate
qué lugar nos asignó: nos situó en el centro de sí misma y nos concedió la
posibilidad de verlo todo en derredor; no sólo hizo al hombre erguido, sino que
también con la intención de hacerlo apto para la contemplación, y para que
pudiera seguir a los astros en su deslizamiento desde el orto hasta el ocaso y lanzar su mirada a toda la redonda, le hizo una cabeza en lo más alto y la
colocó sobre un cuello flexible; después, haciendo discurrir seis
constelaciones a lo largo del día y otras seis a lo largo de la noche, no dejó
ninguna parte suya sin exponer para que, mediante eso que le ponía ante sus
ojos, tuviera deseos de conocer todo lo demás.
Porque no vemos todas las cosas, ni tan grandes como son,
sino que nuestra vista se abre una vía para investigar y pone los fundamentos
para la verdad, de manera que la investigación vaya de lo evidente a lo oscuro
y encuentre algo más antiguo que el propio mundo: de dónde salieron los astros;
cuál fue la situación del universo antes de que los elementos se separasen para formar sus partes; qué razón dividió las cosas sumidas y confusas; quién
asignó su lugar a las cosas, si las más pesadas descendieron por su naturaleza y las más
ligeras se elevaron, o si aparte de la presión y el peso de los cuerpos alguna
otra fuerza más alta impuso su ley a los elementos; si es verdad eso que
constituye la máxima prueba de que los hombres son del espíritu divino: que una
parte, como si fueran chispas desprendidas de los astros, cayó a tierra y se fijó
el lugar extraño para ella.
Nuestro pensamiento atraviesa las barreras del cielo, no se
contenta con saber lo que se muestra, y se dice: ” investigo lo que hay más allá
del universo, si se trata de una magnitud sin fondo o se encuentra encerrada en
sus propios límites; qué conformación
física tienen los elementos que están fuera de él, si son informes y confusos,
si tienen en todas sus partes igual solidez o si están sometidos a algún
ordenamiento; si están vinculados al universo o separados a mucha distancia de
él, de modo que éste da vueltas en el vacío; si son átomos a partir de los
cuales se estructura todo lo que ha nacido y existirá o su materia es continua y mutable en su totalidad; si los elementos son contrarios entre sí o no luchan,
sino que se armonizan de diversos modos”.
Habiendo nacido para indagar esas cosas, piensa qué poco
tiempo ha recibido el hombre a pesar de que lo aproveche por entero para sí
mismo. Aunque no deje que nada se escape con facilidad ni se le pierda por
descuido, aunque custodie toda sus horas con la mayor avaricia y alcance el
último término de la edad humana, y aunque la fortuna no trastorne nada de lo
que la naturaleza estableció, el hombre
es demasiado mortal para conocerlo inmortal.
Por lo tanto, vivo conforme a la naturaleza si me dedico por
completo a ella y si soy su admirador y adorador. De hecho, la naturaleza quiso
que yo hiciera las dos cosas, actuar y dedicar tiempo libre a la contemplación.
Y hago las dos cosas, porque no hay contemplación sin acción.
Capitulo V, Sobre el ocio, de Lucio Anneo Séneca