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viernes, marzo 25, 2016

Pregunta práctica







Si en las ciudades contamos ovejas para poder conciliar el sueño...
.... ¿qué hacen en los pueblos para conseguir dormirse?

martes, marzo 08, 2016

Mi tatarabuelo Timoteo





     Recuerdo, como si se tratase de un sueño, la primera y última vez que visité a mi tatarabuelo Timoteo. Yo era un niño de nueve años y él cumplía los ciento veinticinco. Con ocasión de esa efeméride nos reunimos gran parte de la familia en el pueblo donde había transcurrido toda su vida. Enviudó a una edad lógica y desde entonces lo cuidaba una sobrina-nieta, ya que no le vivía ningún hijo y los nietos y bisnietos salieron del pueblo cuando aún creían en las promesas de la ciudad que llegaban con los muleros, traperos y otras visitas.
    En el camino mi padre me contó que Timoteo había nacido en la casa en la que iba a morir. Que no conocía la televisión, ni ningún otro electrodoméstico. Que ni siquiera se puso la luz cuando ésta llegó al pueblo. Nos contó -yo entonces no le entendí- que cuando murió su mujer la dejó marchar con resignación; como si se apeara de un tren al llegar a su estación, mientras él aún debía seguir el viaje a un lejano y desconocido destino.
     La casa era de abobe y la levantó junto a sus padres tutelados por el albañil del pueblo aprovechando la estructura de un corral abandonado. Toda la familia, salvo mis primos Jaime y Raúl que corrían por el dormitorio del segundo piso, estaba en la cocina rodeando al homenajeado. Yo iba escrutando las paredes, el suelo, el espejo, y el resto de los muebles con la avidez de un antropólogo. Cuando llegué al dormitorio me sorprendió el tipo de cama que presidía la habitación, fabricada con una madera oscura sin ningún adorno y de una altura increíble. Se me fue la vista al viejo crucifijo al que se aferraba una araña patilarga y culicorta con el ansia de una beata. En ese momento, Jaime tropezó con una pata de la cama desgajándola. Pasado el susto, nos dimos cuenta de que la cama mantenía la horizontalidad pese a la pérdida de uno de sus cuatro soportes. Mis primos decidieron forzar la situación y arrancaron la otra pata delantera, pero la cama siguió manteniendo la misma horizontalidad. Colaboré hasta dejar la cama sin sus cuatro patas, a pesar de lo cual ésta quedó levitando sobre el suelo embaldosado. Desguazamos los dos arcos sobre los que se sostenía la vieja mecedora, sin conseguir que cesara su balanceo pendular. Arrancamos el clavo que sostenía el crucifijo, pero éste no cayó. Abrimos, no sin esfuerzo, el ventanuco oxidado, pero no entraron ni el aire, ni la luz del exterior. Un miedo desconocido se apoderó de los tres y nos impulsó fuera de la habitación  en dirección a la cocina en busca de la protección paterna. 
     Sorprendentemente nadie nos regañó nunca por las tropelías perpetradas en aquel dormitorio centenario. Prometimos llevarnos el secreto a la tumba, por lo que ruego a quien lea este relato que lo olvide al llegar al punto final que verá a continuación.