Entregué la piel
y la tendí de la rama de un viejo olivo.
Me senté a contemplar cómo el Sol secaba mi tributo.
Sentí como la carne me palpitaba insegura y desprotegida.
Pero no tuve miedo. Tampoco sentí dolor.
La naturaleza en su gozosa plenitud me susurró melodías antiguas.
despreciando mis aromas en dirección al manto húmedo y caliente.
La brisa, antigua mensajera del tiempo, agitaba sus antenas,
mientras secaba mis ojos desprovistos de párpados.
El ocaso que siguió al atardecer me trajo la ceguera total,
pero un agradable frescor alertó mi olfato
para acabar cubriéndome en un arrullo.
La noche, portadora de confidencias, me iluminó con sus razones.
Todo estaba en paz y así lo entendí,
hasta que me vencí en un sueño profundo.
Un sueño sin cuerpo.