Estoy tumbado en la cama sobre mi costado derecho. Me han despertado los primeros rayos de sol que se filtran por la ventana del dormitorio. Han debido transcurrir bastantes
minutos pero no puedo comprobarlo. Desde que la luz ha encaminado mi mente a la vigilia, mi pensamiento lucha para accionar los músculos del cuerpo que permanecen ajenos a cualquier actividad. Además todos los sentidos se encuentran bloqueados y cerrados a cualquier comunicación con el entorno, excepto la vista. Sin embargo, incluso este sentido se comporta torpemente al carecer los globos oculares de movilidad. En resumen; estoy paralizado. Estoy jodidamente paralizado, sobre mi mitad de la cama de matrimonio, con mi mujer preparando el café y los niños a punto de despertarse para ir al colegio. Añado el olfato, por lo tanto, a mis sentidos activos. Vista, olfato y pánico. Tres actores para una obra cuyo desenlace está por escribir. Ni siquiera pestañeo.Los lagrimales segregan su acuosidad para combatir la sequedad de los ojos. Mi posición frente al ventanal, me mantiene de espaldas a la puerta. Si a eso le unimos la sordera que me abate, es fácil deducir que el aislamiento de mi familia es total. Al otro lado del cristal, en la calle, una bolsa de plástico se eleva y desciende y vuelve a elevarse para acabar desapareciendo.
El tiempo pasa lento como el goteo de un grifo. Siento mi cuerpo como una enorme cueva en cuyo interior mi mente deambulara perdida. Me asalta la idea de que quizá esté
muerto. Me entretengo cavilando sobre quién será el primero en darse cuenta de mi estado. En el caso de que sea uno de mis hijos, espero que su descubrimiento no sea traumático. Me angustia, además, darme cuenta de que en este trance no voy a poder ayudarle. Soy un inútil fardo de carne, huesos y piel. Ya no distingo si las lágrimas que surcan mis mejillas tienen su origen en la lubricación antes mencionada o en mi
desesperación. Sigue el goteo de minutos. Sigo sin notar nada, sin oír nada, y sin poder emitir ningún sonido. Respiro cada vez con más dificultad. Es Mario el que primero se
interpone entre mis ojos y la ventana. Muestra una gran sonrisa enmarcada entre sus dos mofletes. Me hace monerías para intentar hacerme reír. Empiezo a notarle el gesto
contrariado. Observo, aunque no noto, su mano agitando mi hombro izquierdo. Está gritándome pero no le escucho. Me golpea pero no lo siento. Usando las dos manos me empuja y me vence el cuerpo quedando boca arriba y con la mirada fija en la lámpara del techo. Vuelvo a estar solo. Quizá haya pensado que bromeaba, o quizá haya percibido la gravedad de la situación pese a su corta edad. Los acontecimientos se precipitan. Veo
a mi mujer y a mis dos hijos rodear la cama y, por el movimiento de sus labios, deduzco que me están hablando. Su gesto crispado denota un creciente nerviosismo. Salen de
la habitación. Entra mi mujer. Sola. Acerca la cara a mi boca. Hace un barrido con la mano sobre mis ojos. Apoya el oído sobre mi pecho. Vuelve a salir. Entra con el inalámbrico. Creo que está llorando. Da explicaciones a alguien al otro lado del teléfono. Contemplo su rostro abatido. Es un puré de extrañeza, alarma, angustia y rabia. Vuelvo a quedarme solo. Intento concentrarme en la sonrisa que Mario me ha regalado unos minutos antes. Lo consigo por un instante, pero no puedo sujetar la imagen que es apartada por la espesura de la angustia. Ni siquiera puedo cerrar los ojos y dormir. Ni siquiera puedo soñar para escapar de mi cuerpo convertido en una celda de aislamiento. De repente el dormitorio sufre la invasión de unas batas blancas que me van conectando a diversas máquinas. Me siento como un viejo motor en el taller. Exploración. Manipulación. Transporte. La cabeza responde a cada bache dentro de la ambulancia. Una máscara abre mis pulmones al llenarlos de oxígeno. La camilla recorre un largo pasillo y voy sobrepasando a gran velocidad los neones como si fueran postes vistos desde un tren. Entro en el quirófano. Me ofende la luz de los focos. Creo que me están anestesiando. Por fin podré dormir.
Quizá ya no despierte. Comprendo la importancia de estos últimos instantes. La sonrisa de Mario. Quiero recordar la sonrisa de Mario.
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