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sábado, noviembre 21, 2015

El pincel y el lienzo





Cae la lluvia sobre la hilera de plátanos teñidos de ocres frente a mi ventana y adorna la calle con reflejos de espejo. La brisa mece las copas de los árboles y les arrebata unas hojas que inicialmente saltan disparadas hacia arriba para ir cayendo después en un movimiento pendular. Las más expuestas al barrido del aire -por ocupar la cúspide de las ramas- se agitan con nerviosismo: parecen reclamar el destino de sus compañeras. El edificio que se eleva tras los árboles, las hojas y las calles es de ladrillos color beige. Observo que no todos los ladrillos de la fachada han recibido del mismo modo las gotas de agua, ya que mientras unos mantienen invariable su color habitual, otros han oscurecido ostensiblemente.

La lluvia ha cesado. Las nubes se repliegan arrastradas por el aire. En su huida se desprenden trozos que semejan pequeñas islas rodeadas de un intenso azul. La luz se apodera del barrio aún adormilado. El Sol es tan intenso que me obliga a bajar la mirada y calienta mi frente. Se abren círculos blancos en las paredes. Diminutas semillas blancas cruzan mi ventana con el único destino de recoger la luz y proyectarla hacia mis ojos. Dos gorriones juegan a perseguirse a lo lejos: sus lomos plateados.




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