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domingo, diciembre 09, 2012

32 SILLAS




Tras un rápido barrido visual, Guillermo fijó la mirada en la única silla vacía de la sala de espera del hospital.  Se aseguró de que nadie se la disputara, ya que sólo él permanecía de pie. Se acercó y se sentó.  A su izquierda quedó un pasillo. A su derecha una de las dos filas de dieciséis asientos que flanqueaban  la habitación rectangular. Ambas hileras se enfrentaban.  Aunque se trataba de sencillas intervenciones ambulatorias, los nervios de pacientes y acompañantes creaban un ambiente tenso  y espeso.  Guillermo decidió centrar su atención en el libro que previsoramente había traído.  

Aún no había finalizado la lectura de la primera página, cuando se dio cuenta de que algo no iba bien. Una voz resaltaba entre los leves murmullos del resto de la sala. Se trataba de la señora que tenía a su derecha. Frisaba los sesenta años, presentaba  escasa estatura y, el torso que cubría con una leve chaquetita de algodón beige, hacía tiempo que había perdido la finura que regala la juventud. Pues bien, la señora P. estaba acompañada por una amiga de similares características corpóreas, la señora T., que vestía un jersey de punto rojo.   

Guillermo cerró el libro y los ojos, bajó la cabeza y se dispuso a analizar aquella interminable perorata con la que P. castigaba a T.. Se trataba de frases interminables,  repletas de personajes vacíos e intrascendentes, de los que sacaba, en cambio, un gran provecho.  El tono era insufriblemente monótono. T. se limitaba a asentir utilizando refranes y frases hechas con las que parecía corroborar lo dicho por P..

Guillermo, utilizando el sentido común, hizo el cálculo de que en cinco o diez minutos P. acabaría su discurso;  aunque solo fuera por el agotamiento simultáneo de asuntos, palabras y resuello. Pero se equivocó. Cuarentaicinco minutos después,  P.  continuaba su martilleo contra T. que, incomprensiblemente, seguía atendiendo erguida sobre la silla sin desvanecerse.

Pasada la primera hora, Guillermo asistía atónito a lo que, creía, tenía que ser un engaño de su sobreexcitada  imaginación:  P. continuaba hablando. Y lo hacía sin pausas, sin tomar oxígeno con el que poder respirar y generar las ínfimas corrientes de aire que, pasando por la laringe, nos permiten tañer las cuerdas vocales y generar sonidos. 

Guillermo giró bruscamente la cabeza y buscó con los ojos, a escasos treinta centímetros del cogote de P. , algo que pudiese explicar lo que tan extraordinariamente llevaba ocurriendo en la sala de espera de este hospital de provincias.

Encontró algo que le llamó la atención.  En el costado, justo debajo del brazo, se notaba una vibración extraña que se hinchaba y  deshinchaba formando pequeños bultos en la chaqueta de P.. Se sujetó la cabeza con ambas manos. Pero el extraño latir de la chaqueta se había apoderado de su razón, aislándole del mundo real, lo que no presagiaba nada bueno.

Repentinamente, Guillermo se abalanzó sobre P. y, usando manos y dientes,  arrancó ante el estupor de todos los presentes la chaqueta y la blusa de P, dejando al descubierto dos enormes branquias de tonalidades rosáceas.  

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