Tras un rápido barrido visual, Guillermo fijó la mirada en la
única silla vacía de la sala de espera del hospital. Se aseguró de que nadie se la disputara, ya que
sólo él permanecía de pie. Se acercó y se sentó. A su izquierda quedó un pasillo. A su derecha
una de las dos filas de dieciséis asientos que flanqueaban la habitación rectangular. Ambas hileras se
enfrentaban. Aunque se trataba de sencillas intervenciones ambulatorias, los nervios de pacientes y acompañantes creaban un
ambiente tenso y espeso. Guillermo decidió centrar su atención en el
libro que previsoramente había traído.
Aún no había finalizado la lectura de la primera página,
cuando se dio cuenta de que algo no iba bien. Una voz resaltaba entre los leves
murmullos del resto de la sala. Se trataba de la señora que tenía a su derecha. Frisaba los sesenta
años, presentaba escasa estatura y, el
torso que cubría con una leve chaquetita de algodón beige, hacía tiempo que había
perdido la finura que regala la juventud. Pues bien, la señora P. estaba acompañada por una amiga de similares
características corpóreas, la señora T., que vestía un jersey de punto rojo.
Guillermo cerró el libro y los ojos, bajó la cabeza y se
dispuso a analizar aquella interminable perorata con la que P. castigaba a T.. Se
trataba de frases interminables, repletas de personajes vacíos e
intrascendentes, de los que sacaba, en cambio, un gran provecho. El tono era insufriblemente monótono. T. se
limitaba a asentir utilizando refranes y frases hechas con las que parecía
corroborar lo dicho por P..
Guillermo, utilizando el sentido común, hizo el cálculo de
que en cinco o diez minutos P. acabaría su discurso; aunque solo fuera por el agotamiento
simultáneo de asuntos, palabras y resuello. Pero se equivocó. Cuarentaicinco minutos después, P.
continuaba su martilleo contra T. que, incomprensiblemente, seguía
atendiendo erguida sobre la silla sin desvanecerse.
Pasada la primera hora, Guillermo asistía atónito a lo que,
creía, tenía que ser un engaño de su sobreexcitada imaginación: P. continuaba hablando. Y lo hacía sin pausas,
sin tomar oxígeno con el que poder respirar y generar las ínfimas corrientes de
aire que, pasando por la laringe, nos permiten tañer las cuerdas vocales y
generar sonidos.
Guillermo giró bruscamente la cabeza y buscó con los ojos, a escasos treinta centímetros
del cogote de P. , algo que pudiese explicar lo que tan extraordinariamente llevaba
ocurriendo en la sala de espera de este hospital de provincias.
Encontró algo que le llamó la atención. En el costado, justo debajo del brazo, se
notaba una vibración extraña que se hinchaba y deshinchaba formando pequeños bultos en la
chaqueta de P.. Se sujetó la cabeza
con ambas manos. Pero el extraño latir de la chaqueta se había apoderado de su
razón, aislándole del mundo real, lo que no presagiaba nada bueno.
Repentinamente, Guillermo se abalanzó sobre P. y, usando manos y dientes, arrancó ante el estupor de todos los presentes la chaqueta y la blusa de P, dejando al descubierto dos enormes branquias de tonalidades rosáceas.
Repentinamente, Guillermo se abalanzó sobre P. y, usando manos y dientes, arrancó ante el estupor de todos los presentes la chaqueta y la blusa de P, dejando al descubierto dos enormes branquias de tonalidades rosáceas.
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