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martes, abril 19, 2011

UNA HISTORIA REAL

El verano del diecinueve fue suave pero seco. La tierra que alfombraba el camino se levantaba en volúmenes a su paso. Isabel llevaba de la mano a Manuela quien se sentía importante por compartir la aventura con sus cuatro hermanos y sus padres. Belchite iba emergiendo del horizonte bajo la elegancia de sus torres. Por fin descansarían. Hacía dos días que habían dejado su pueblo en el que las tapias del cementerio albergaban más cuerpos infantiles que los que correteaban por sus callejuelas. La hambruna se paseaba cargada con las llaves de los camposantos de la comarca desde hacía más de un lustro. Zaragoza les daría trabajo, cobijo y alimentos. José observaba con ternura a sus cinco vástagos.
La vida no le dio tregua. Con nueve años comenzó a trabajar la tierra. Levantó bancadas en un intento por ganar vida a un monte que siempre se resistió a ser fecundado. Cuando sus manos ya mostraban el paso y el peso de los años, conoció a Emilia con los ojos de un hombre. Primero nació Isabel. Detrás vinieron el resto y, con ellos, José comenzó a escrutar los cielos con temor. Es sabido que las súplicas del hombre son desoídas a esas alturas. Las pinceladas grises no sombreaban la bóveda celeste. Las cosechas se secaban y los árboles mostraban avergonzados sus raquíticos frutos. La enfermedad se enseñoreó de los débiles. Dos viajes le bastaron para encontrar trabajo en una fábrica zaragozana de productos químicos. Isabel serviría en casa de un teniente del ejército. Era la mayor y, a sus catorce años, ya conocía
las labores de un hogar.
La posada estaba limpia. Cenaron los siete juntos. En silencio. Las cucharas removían la sopa con excitación. En el dormitorio José les susurró un cuento, mientras Emilia les tapaba con las sábanas. En dos días alcanzarían su destino. Por la ventana se colaba el eco de los cascos de una caballería. La noche refrescaba. Un aroma a tierra flotaba en la habitación.

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