El leve pero firme peso del sueño se posó
sobre mis párpados cansados del viaje hasta
sellarlos, sin importarle la incomodidad del lecho
donde reposaba mi cuerpo.
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“La mecedora sigue meciéndose. Adelante. Atrás. Suave,
léntamente sobre la tarima.
Hace más de diez años que no la impulsa nadie
pero ahí sigue constante en su empeño de no parar.
Es como si tuviera vida propia. Las ventanas, cerradas
a cal y canto, parecen bombear sus pechos de cristal
para abrirse y así dar una justificación a tal sinsentido.
Ni rastro de roedores o insectos. Demasiado extraño
para no infundir terror incluso en sus pequeños cerebros.
-Por mi parte no debes temer nada ya que la delación no
entra en mis planes.
-No soportaría que la presencia de mis congéneres
contaminaran nuestra paz, con sus horribles medidores,
sus ruidos, sus risas, su luz.
-Debes saber que para mí el dinero no está por delante de
la amistad.
-Creo que estos años deberían ser suficientes para demostrarlo.
-Veo que te estoy impacientando con mi conversación y voy a dejarlo.
-No, te juro que no me río de ti. Es tan solo que cuando te enfadas te
rodeas de una agitación impropia de una mecedora de tu edad y eso
me hace gracia. No se te escapa una.
-Vale, ya cierro los ojos. Esta espalda me va a matar.”
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Este Extraño sueño maduró y cayó del árbol
prematuramente a causa de la fuerte luz del amanecer
isleño que caía vertical sobre mi cara sin ningún
obstáculo que se interpusiera entre ambas.
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