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jueves, abril 13, 2006

LA HUIDA (Capítulo I )
















La noche, cercana ya, se abría paso entre la
luz tenue del atardecer.
A los ojos de un observador, sin nada más perentorio
en que ocupar su tiempo, la luna ya llevaba rato
colgada ahí arriba.
De la mano de la oscuridad llegaba la brisa y con ella
los olores frescos y húmedos a modo de aguas de colonia.
Sentado sobre una piedra llena de aristas elegida
de entre el resto de sus congéneres por ser ésta la
que menos me dañaría el trasero y por tener un tamaño
adecuado a su nueva función, intentaba vaciar mi cerebro
de cualquier pensamiento.
Para un urbanitas con vértigo, como me autocalifiqué
mucho tiempo atrás al saborear mis limitaciones en una
excursión creada, preparada y ejecutada por un buen amigo,
no me era fácil concentrarme en mi nueva tarea rodeado
de una naturaleza en la que no encajaba.
Era un recién llegado y todavía no era merecedor
de crédito por parte de unas tierras que me alojaban
pero no me acogían.
Mi exagerada quietud quizás pretendiera el mimetismo
con el entorno y de esa manera tramposa acelerar mi
integración en el mismo.
Pero no, a la naturaleza se la puede destruir pero
no engañar. A una anciana podemos apretarle el cuello
hasta rompérselo con suma facilidad, pero otra cosa
será intentar ganarnos su cariño con engaños, que de esto
la vida le ha dejado ya demasiadas heridas.