Cae la lluvia sobre la hilera de plátanos teñidos de ocres
frente a mi ventana y adorna la calle con reflejos de espejo. La brisa mece las
copas de los árboles y les arrebata unas hojas que inicialmente saltan
disparadas hacia arriba para ir cayendo después en un movimiento pendular. Las más expuestas al barrido del aire -por ocupar la cúspide de las ramas- se
agitan con nerviosismo: parecen reclamar el destino de sus compañeras. El
edificio que se eleva tras los árboles, las hojas y las calles es de ladrillos
color beige. Observo que no todos los ladrillos de la fachada han recibido del
mismo modo las gotas de agua, ya que mientras unos mantienen invariable su
color habitual, otros han oscurecido ostensiblemente.
La lluvia ha cesado. Las nubes se repliegan arrastradas por
el aire. En su huida se desprenden trozos que semejan pequeñas islas rodeadas
de un intenso azul. La luz se apodera del barrio aún adormilado. El Sol es tan
intenso que me obliga a bajar la mirada y calienta mi frente. Se abren círculos
blancos en las paredes. Diminutas semillas blancas cruzan mi ventana con el
único destino de recoger la luz y proyectarla hacia mis ojos. Dos gorriones juegan
a perseguirse a lo lejos: sus lomos plateados.
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