Asomeme a la ventana, a la que acercose, raudo, mi amado al intuir la claridad de mi cabello recortarse
bajo su arco. Las manos traía alzadas en ademán de tocar las mías, desesperado
y ansioso. Acercole yo las mías, menudas y frías, que al notar las
suyas huyeron. Previne a mi galán del
peligro al que se exponía con su presencia,
a lo que contestome el alocado, que a la
muerte no temía, ya que su presencia reclamaría si mi amor perdía.
Recordele al desdichado el motivo de mi reclusión forzosa, cual fue, de noche y
sin aviso, la pérdida de la castidad, que entre requiebros, calenturas, y
promesas le entregué bajo lágrimas y deleites.
Riose el truhán al recordar los hechos,
mas tornó su gesto por otro mohíno, sabedor de las consecuencias de la confesión que, poseída por el remordimiento, hice a mi padre a la mañana
siguiente y que era la causa de mi encierro.
Expliquele que tras el disfrute quedáronme solo dos salidas: el
casamiento o los hábitos y que para ambos la premura era alta, por si, entre
tanto abrazamiento, hubiesese colado en mi vientre un hijo suyo. Apartose el malandrín dos pasos del muro de mi
casa, repelido por dos visiones: ora por verme de monja en estricta clausura,
ora por imaginarme en hinchada preñez. Arrepintiose de inmediato de tan poco
gentil acto, y de paso, de haber alojado toda su simiente dentro de mi receptáculo, en lugar de arrojarlo sobre
lecho y muros como manda la prudencia del experimentado amante. Viéndome ahíta
de maitines y frugales caldos de por vida, decidime a embestirle: <<
Casémonos, Gonzalo, que yo arreglolo con mi padre, y mi tío el cardenal nos conseguirá, en la catedral, unos rápidos esponsales>>. Rindiose el cobarde ante mi primera acometida
y aceptome como esposa el último domingo de agosto. Jurámonos amor eterno entre
campanadas, murmuraciones, y resignaciones paternas y degustamos viandas y
licores en exceso, a juzgar por los tropezones de los invitados.
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